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¿Nuestros perros tienen algo que decir?

  • Foto del escritor: Huellas y Letras
    Huellas y Letras
  • 23 ene
  • 7 Min. de lectura

MIDIA MASCOTAS

 

Muchos dueños creen que sí, gracias a la moda de los “botones parlantes” en TikTok e Instagram. Los científicos no están tan convencidos. En cuanto tuve a Ellie, mi cachorrita de pastor alemán de ojos negros y orejas de murciélago, la adiestré para que fuera una buena perra. Y así fue. Cuando le hablaba, me escuchaba; sus ladridos eran bajos y sus dientes limpios. Dos años después, empecé a pensar que era demasiado obediente. Había algo lamentable en la manera en que, incluso sin correa en el parque, se detenía en una bifurcación del camino y me miraba para que le indicara el camino. En casa, se detenía detrás de una puerta medio cerrada en vez de empujarla. Era vacilante, lloriqueaba cuando se sentía insegura, todo de una forma que resultaba chocante con sus grandes músculos y sus caninos puntiagudos. Un día, cuando el gato de nuestra bodega local asomó la cabeza afuera de la tienda, Ellie chilló como un niño pequeño.

Listen to this article, read by Gabra Zackman

 

Me di cuenta de que su adiestramiento había sido a costa de algo muy valioso. Su independencia, sin duda. Pero también algo más intrínseco, como su animalidad. El padre de Ellie, mi pareja Jesse, estaba de acuerdo. “Creo que necesita más confianza en sí misma”, dijo.

 

La solución, quizá, eran unos botones. En ese entonces, empecé a ver en las redes sociales perros que parecían expresar sus deseos por el medio más absurdamente sencillo y de baja tecnología posible: pisaban botones de plástico multicolores colocados en el suelo y cada uno emitía una palabra cuando el perro lo pulsaba. En mi teléfono busqué videos de perros que pisoteaban las palabras COMIDA y MÁS y AHORA, a veces en ese orden.

 

La más famosa era Bunny, una larguirucha sheepadoodle de Tacoma, Washington, con 8,6 millones de seguidores en TikTok, un vocabulario de 105 botones y un diagnóstico de trastorno de ansiedad generalizada. La tienda en línea de Bunny vendía un paquete inicial de seis botones por 65 dólares. A través de los botones, Bunny informaba sobre su experiencia en el mundo. Decía MIRA GATO. Con frecuencia se mostraba PREOCUPADA. Parecía tener sueños inquietos sobre un ANIMAL EXTRAÑO. Un tema de conversación favorito era la caca, como cuando presionaba POOP PLAY.

 

Bunny estaba avanzada en el uso de los botones, una estudiante estrella. Pero también había un interminable flujo de videos de otros perros —también gatos, cerdos, caballos y vacas— que hacían declaraciones igual de ingeniosas y entretenidas. Abría las aplicaciones y veía a un mini Aussiedoodle con aficionado a la suciedad que exigía ir FUERA para un BOCADILLO. Un gato francés al que se le negaba una golosina y se quejaba, con aparente desdén, PAS CONTENT.

 

Estas mascotas no solo estaban al servicio de sus dueños humanos. Eran acompañantes con voz propia. Miré a Ellie, acostada en el rincón más alejado de la habitación. Sus ojos eran oscuros, sus sentimientos misteriosos. ¿Qué pasaba dentro de su cráneo de perro impenetrable? Si pudiera enseñarle a utilizar estos botones, me lo diría. O eso me imaginaba.

 

Decidí que la primera palabra de Ellie sería AFUERA. “Afuera” era una de las primeras palabras recomendadas en la pedagogía informal del aprendizaje de los botones de perro, creada por una logopeda llamada Christina Hunger. En 2018, cuando Hunger estaba criando a su cachorrita Stella, una Catahoula cruza con Blue-Heeler, se dio cuenta de que Stella avanzaba por las primeras etapas de la comunicación de manera parecida a como lo hacían los niños pequeños con los que trabajaba. Hunger les enseñaba a los niños a hablar pulsando iconos en una tableta. Se preguntó: ¿Stella podría aprender palabras con un método similar?

 

Para poner a prueba esta hipótesis, Hunger compró un juego de botones grabables que, al pulsarlos, reproducían su voz diciendo palabras sencillas —AFUERA, AGUA, JUGAR— y los pegó en una tabla en el suelo. Cada vez que le hablaba a Stella, pulsaba el botón correspondiente. Al cabo de un mes, Stella se avispó y pulsó AFUERA para ir al baño en el patio, y JUGAR para pedir tiempo de juego. Al cabo de unos meses, pulsó AGUA cuando Hunger regaba las plantas. Stella estaba narrando lo que veía, pensó Hunger. Así que amplió el tablero de Stella, añadiendo emociones como MAD, por enojada y palabras sociales como BYE, por adiós.

 

Cuando Stella empezó a juntar varias palabras, Hunger no se sorprendió demasiado. Los perros son tan listos como un humano de 2,5 años, y Hunger sabía que los niños de esa edad suelen componer frases de dos o tres palabras. Al cabo de un año, Stella decía BED LATER y WANT OUTSIDE NOW para indicar, respectivamente, dormir después y querer afuera ahora. Un día, el final del horario de verano retrasó la hora de comer de Stella. Pidió comida y Hunger le dijo que esperara. En señal de protesta, se acercó a sus botones y pulsó LOVE YOU NO.

 

El blog de Hunger sobre los avances de Stella se hizo viral, y otros dueños de perros empezaron a experimentar con los botones. Esos mismos relatos se hicieron virales. Creció un movimiento. Los perros que utilizaban los botones tenían algunas cosas en común. En primer lugar, sus dueños pasaban mucho tiempo con ellos, hablándoles, mirándoles, pulsando botones con ellos. En segundo lugar, a menudo estos propietarios eran mujeres, sin niños en casa. En cuanto a los propios perros, muchos presentaban personalidades mandonas. Tenían cosas que necesitaban que supieras. Una pit bull llamada Tilda pulsaba SOUND dos veces cada vez que su dueña se unía a una partida semanal de Calabozos y dragones. ¿Debería usar auriculares? se preguntaba la dueña. Un golden retriever llamado Cache pulsaba WORRIED, o preocupado, cuando su dueño encendía los fogones para cocinar la cena, porque no le gustaba todo el chisporroteo y los sonidos.

 

“Cuando podemos oír de primera mano cómo experimenta el mundo un animal, cambia profundamente cómo lo tratamos y cómo lo vemos”, me dijo Hunger. “Tanto mi marido como yo consideramos a Stella como una parte igual de nuestra familia. Su opinión importa, sus sentimientos importan, sus pensamientos importan”.

 

De todos los perros que vi en internet, Bunny, la sheepadoodle, tenía las opiniones más marcadas y los sentimientos más intensos. Odiaba los pies. Odiaba el agua. Odiaba a los pájaros. Era conocida por su carácter franco y sus reflexiones filosóficas. I, DOG, comentaba: yo perro. DOG WHY: perro por qué. Al ver sus videos, me detuve en una conversación entre Bunny y su dueña, Alexis Devine. MAD, dijo Bunny, y miró a Devine. “¿Por qué estás enfadada?”, preguntó Devine. OUCH, dijo Bunny. “¿Dónde está tu ouch?” preguntó Devine. Bunny pulsó STRANGER, el botón para extraño y se dio un zarpazo en un lado de la cabeza. “¿En la oreja?” preguntó Devine. “¿Dónde extraño?”, Bunny pareció reflexionar. Presionó PAW, el botón de pata, y se acercó a Devine. Extendió su peluda pata izquierda, y el video luego pasa a mostrar a Devine sujetando una espina de cola de zorro que, según explica, tenía clavada entre los dedos.

 

Y bueno, la gente en internet no es amable. Las publicaciones de Bunny incitan al ridículo fervoroso tanto como inspiran y asombran. Los detractores acusan a los videos de ser falsos, de haber sido editados selectivamente, de haber sido elegidos a conveniencia. Los escépticos de mentalidad más científica mencionan a Clever Hans, el caballo cuyo dueño recorrió Alemania a principios del siglo XX para demostrar que podía hacer cálculos matemáticos y acabó demostrando que los animales pueden ser muy buenos captando señales inconscientes.

 

Todo el mundo sabe que, aunque los perros reconocen las palabras humanas, se supone que no pueden utilizar palabras por sí mismos. Pero, para los dueños de mascotas, pulsar botones con los perros no es tan distinto de comunicarse con un niño pequeño. Como dice Devine: “¿Qué es lo que no se debe creer?”.

 

Desde al menos la época victoriana, cuando empezamos a invitar en multitud a pájaros, gatos y perros a nuestras casas para que vivieran a nuestro lado, la gente se ha esforzado por hablar con sus mascotas. Charles Darwin, dueño de perros durante toda su vida, se basó en las observaciones de sus propios canes para desarrollar algunas de sus ideas sobre el mundo natural. En la ciencia moderna, Darwin fue el primer gran creyente de la mente animal. Pensaba que los animales, especialmente los primates y algunos otros mamíferos, tenían muchas de las mismas emociones y capacidades mentales que los humanos, solo que en un grado distinto. En su libro titulado El origen del hombre, escribió que los primates sienten “celos, recelo, emulación, gratitud y magnanimidad, practican el engaño y son vengativos, a veces son susceptibles al ridículo e incluso tienen sentido del humor”.

 

Las ideas de Darwin inspiraron a muchos victorianos a preguntarse si sus mascotas podrían aprender idiomas humanos y viceversa, lo que desencadenó un largo periodo de absurdos experimentos caseros. John Lubbock, vecino de Darwin, fue uno de los primeros naturalistas de la época en realizar experimentos lingüísticos con un animal. Enseñó a un cachorro terrier llamado Van a asociar tarjetas impresas con palabras como “hueso” o “té” con los objetos que nombraban. Para pedir un hueso, Van seleccionaba la tarjeta y se la llevaba a Lubbock en el hocico.

 

En la época de los experimentos de Lubbock con Van, una editorial neoyorquina publicó un diccionario fonético de unos 600 sonidos de gato compilado por un francés llamado Alphonse Leon Grimaldi. Las transcripciones incluían vocabulario cotidiano —“Lae” para leche, “Ptlee-bl” para carne de ratón, “Mieouw” para aquí— así como conceptos complejos como “zuluaim” para la palabra millonario. Mientras tanto, en India, el explorador y escritor Richard Burton llevó a 40 monos de diversas especies a su casa y les puso nombre a cada uno, incluido uno al que se refería como su esposa, que usaba pendientes de perlas y cenaba a su lado en una periquera. Burton grabó unos 60 sonidos de monos que, según afirmaba, era capaz de entender y hablar. A sus 20 años, Alexander Graham Bell probó en Londres algunos de los experimentos lingüísticos de su carrera con Trouve, la terrier de su familia. Daba forma a los labios de Trouve con las manos mientras la incitaba a gruñir, produciendo frases como “¿Cómo estás, abuelala?”.

 

En la década de 1960, los investigadores ya comprendían lo ingenuamente antropomórficos que eran esos ejercicios victorianos, pero los experimentos de comunicación con animales aún prometían resolver un gran debate lingüístico: ¿el lenguaje solo pertenecía a los humanos o los seres no humanos también tenían alguna capacidad para usarlo? Como desafío a la afirmación de Noam Chomsky de que tal cosa era imposible, se bautizó a un bebé chimpancé como “Nim Chimpsky” y se le envió a vivir con una familia humana en Manhattan para que aprendiera lenguaje de señas. Proliferaron experimentos novedosos y ambiciosos con primates, delfines y loros, muchos de los cuales documentaban que los animales atendían señales específicas y utilizaban palabras y frases para comunicarse con sus entrenadores humanos. ARTÍCULA COMPLETO EN: https://www.nytimes.com/es/2025/01/19/espanol/perros-botones-comunicacion.html

 



MIDIA MASCOTAS

 
 
 

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